No, la ciencia no lo justifica todo: Innovar también es saber decir «no»

No, la ciencia no lo justifica todo: Innovar también es saber decir «no»
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Innovar suena bien. Muy bien, de hecho. Es la palabra mágica a la que estarás más que acostumbrado, la que no para de escucharse en empresas, laboratorios, universidades, incluso en titulares y en discursos presidenciales. Pero, entre tanto brillo y tanta presión por destacar y alzarse como un referente en innovación, a veces parece que se olvida una pregunta fundamental: ¿todo avance es necesariamente bueno? ¿Es necesario decir «no» de vez en cuando?

Nunca está de más hacerse la pregunta. Al final, la ciencia, la tecnología, la investigación… tienen un poder enorme. Y, como todo lo que tiene poder, son disciplinas que  requieren algo más que talento o presupuesto: necesitan responsabilidad. Moral. Conciencia. Llámalo como quieras, pero si no va de la mano con el progreso, quizás nos estemos metiendo en problemas.

Pero no es algo reciente: desde que existe la innovación, ha existido este dilema. No obstante, hay quienes, desde un principio, lo vieron claro: innovadores que no se dejaron deslumbrar por el “avance a toda costa” y, cuando tocó, supieron frenar y decir «no». Incluso cuando eso significaba enfrentarse a gobiernos, empresas, colegas o a su propio entorno. ¿Conoces sus historias?

Clara Immerwahr: la ciencia con final trágico

Clara Immerwahr fue una de las primeras mujeres doctoradas en química en Alemania. Una mente brillante, sensible, con una enorme pasión por la ciencia. Pero también vivió atrapada en una contradicción brutal. Su carrera quedó eclipsada por la de su marido, Fritz Haber, uno de los científicos más reconocidos de su tiempo y que quizás te suene: fue el artífice del desarrollo de armas químicas durante la Primera Guerra Mundial.

Para Clara, una persona que soñaba con una ciencia al servicio de la vida, el trabajo de su marido representó una gran traición a todo lo que representaba la innovación. Por ello, intentó frenarlo y decir «no» de múltiples formas. Lo enfrentó y lo criticó públicamente, pero terminó aislada y desesperada. Finalmente, casi como un grito ético, se quitó la vida con el arma de su propio marido, poco después de que se usara gas cloro en el frente, borrando del mapa a miles de personas.

Joseph Rotblat: el físico que se bajó del tren atómico

Rotblat era parte del selecto grupo de científicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan, en plena Segunda Guerra Mundial. El objetivo era claro y bien conocido: construir una bomba antes que los nazis. Y, para Rotblat, esa urgencia parecía justificarlo todo. No obstante, cuando supo que Alemania ya no estaba desarrollando la bomba —y que, aún así, el proyecto seguía adelante— algo cambió en él: entendió que lo que estaban creando ya no era una defensa, sino una amenaza. Y tomó una decisión drástica: dejar el proyecto.

Fue el único científico en salirse voluntariamente del equipo. Lo trataron de traidor, lo vigilaron, pero él siguió firme. Desde entonces, dedicó su vida a promover el desarme nuclear y la ética científica. Fue uno de los impulsores del Manifiesto Russell-Einstein y del Movimiento Pugwash, que ganó el Nobel de la Paz. Joseph eligió la paz, cuando muchos aún celebraban el poder.

Andrei Sájarov: el héroe convertido en disidente

Andrei Sájarov era una estrella de la física en la Unión Soviética. ¿Por qué? Fue pieza clave en la creación de la bomba de hidrógeno soviética, una obra de ingeniería y ciencia impresionante… y devastadora. Durante años fue un orgullo nacional. Pero, con el tiempo, Sájarov empezó a preocuparse. No por la física, sino por las consecuencias humanas de lo que habían creado. Se preguntaba: ¿qué sentido tiene avanzar en ciencia si eso significa aniquilarnos?  Por ello, empezó a hablar, a escribir, a decir «no» y a exigir control de armas y respeto a los derechos humanos.

El régimen soviético, en palabras breves, no se lo tomó bien: le quitaron premios, lo vigilaron e incluso, lo mandaron al exilio interno. Y, aunque pasó años bajo arresto domiciliario, siguió firme. Se convirtió en una voz incómoda, pero imprescindible. Y enseñó algo fundamental: ser un gran científico no es solo entender el universo, también es tener el coraje de enfrentarse a tu propio país por hacer lo correcto.

Timnit Gebru: la conciencia en medio del código

Timnit Gebru nació en Etiopía, vivió una guerra civil y emigró a EE.UU. donde se formó como ingeniera y doctora en inteligencia artificial. Su foco de trabajo: cómo los algoritmos pueden perpetuar —o incluso amplificar— los sesgos sociales, raciales y de género. Aunque puede que no te suene su nombre, fue una de las primeras investigadoras en poner datos duros sobre la mesa: los sistemas de reconocimiento facial, por ejemplo, funcionaban mucho peor con personas negras y mujeres. Y eso, en el mundo real, puede significar discriminación en vigilancia, trabajo, justicia.

Trabajaba en Google cuando coescribió un paper que cuestionaba la ética de los modelos de lenguaje a gran escala. Su investigación no gustó a la empresa. Ella se negó a retirarla. ¿Resultado? Fue despedida (o, según cómo lo cuentes, “invitada a irse”). Lejos de rendirse, fundó su propio instituto para trabajar en una IA más justa y transparente. Su historia muestra algo clave: la ética no es un accesorio del desarrollo tecnológico. Es parte esencial. Y también es un riesgo, cuando incomoda a los que mandan.

Frances Kelsey: la mujer que le dijo “no” a la industria

Frances Kelsey era médica y farmacóloga. En 1960, recién llegada a la FDA, le tocó revisar la solicitud de una empresa para aprobar la talidomida en EE.UU. En otros países ya se estaba usando para aliviar las náuseas del embarazo. Pero algo no le cerraba.

Pidió más estudios. Quiso pruebas de seguridad. La presionaron para aprobar rápido, la trataron de exagerada. Ella no cedió. Y gracias a eso, evitó una catástrofe: la talidomida causó miles de malformaciones en bebés en Europa, Canadá y otros países. Su instinto, su escepticismo y su valentía salvaron miles de vidas. Y nos recordó que a veces el verdadero avance es tomarse el tiempo de hacer bien las cosas y decir «no», aunque eso implique ir contra la corriente.

 

Entonces… ¿innovar a toda costa?

Estaría mal imponer una respuesta, pero nosotros lo tenemos claro:

Innovar sin mirar alrededor no es progreso. Es … irresponsabilidad con bata blanca.

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